jueves, 20 de enero de 2011

EL VALOR DE LOS RECUERDOS

Nunca tuve la suerte de provenir de una gran familia cofrade que me inculcara desde la infancia el amor por unos titulares, ni una cofradía a la que pertenecer. Nunca tuve una de esas fotos en la que con pocos meses de vida se me impusiese la medalla en la Función Principal de la hermanad, ni tengo en casa guardado mi pequeño hábito de monaguillo de cuando empezaba a salir en algún cortejo. Pues bien, quizás no tuve esos orígenes tan implicado en una cofradía o hermandad desde mi más corta edad, pero si que tuve una infancia en la que desde mi más remoto recuerdo encuentro escenas cofrades, las cuales fueron forjando día a día, año a año el cofrade que hoy en día soy. Como digo, no soy cofrade por pertenencia familiar, pero gracias a mi padre fue creciendo en mí una pasión por todo este mundo. Mi padre era uno de esas personas que yo considero como cofrades no practicantes, es decir, un apasionado por nuestra Semana Santa pero sin pertenecer a ningún listado de hermanos de ninguna cofradía granadina, lo cual no quita que en su juventud hiciese sus pinitos formando parte del cortejo de la Cofradía del Huerto como nazareno. 

Estoy seguro que su pasión por la tradición y la cultura de todo lo que concierne a esta ciudad fue transmitido con los años de manera sabia a todos sus hijos, y entre ellos yo , que quizás sea en el que más profundamente caló ese gusto por lo cofrade. Aún recuerdo el paso de las hermandades por el Pie de la Torre cargados con los bocadillos mochila en mano, y así cada año a lo largo de nuestra infancia. Con el paso de los años e íbamos creciendo los lugares en los que apreciar el paso de palios y misterios se fue diversificando, acercándonos a sus barrios, viéndolas salir, o acudiendo a su encierro. Quizás no viví en un ambiente cofrade los 365 días del año, ni pude realizar mis primeros pasos por el Realejo, pero sí es cierto que desde muy pequeños mi padre nos fue inculcando ese aprecio por todo lo nuestro, por vivir y amar intensamente cada rincón de la ciudad, por ser fieles a nuestras tradiciones, saber apreciar todo lo que Granada nos ofrece.


A mí vienen recuerdos del acercamiento y complicidad que tuve con mi padre cuando se percató del exagerado interés que mostraba por todo lo que estuviese relacionado con la Semana Santa. Pasaba las horas apaleando el cubo de la fregona como si de un tambor se tratase, convencía a todos los niños del barrio para simular un cortejo cofrade por mi calle, y cómo dibujaba hasta la saciedad crucificados, nazarenos y tambores en sus papeles del trabajo. Eso quizás nos unió más a ambos, a veces yo era el único que quería ir con él a ver procesiones y aprendía embobado cada cosa que él me iba enseñando. Fue él el primero que me llevó al Realejo, el que me enseñó a cantarle La Salve al Rosario, el primero en hacerme subir al Sacromonte a ver recogerse a Los Gitanos, a subir al Campo del Príncipe a las 3 de la tarde los Viernes Santo y a apreciar y querer El Silencio.


Y como no podía ser de otra manera, mi padre fue el que me llevó una noche de primavera, casi cogido de la mano, a una casa de hermandad del Realejo situada en la calle Somosierra. Allí fue donde comenzó mi andadura como cofrade practicante, mi primera incursión oficial en una auténtica cofradía, un momento para mí tan esperado. Es cierto que a lo largo de mi niñez mi padre siempre insistió en que saliese de nazareno, pero ya por aquellos años mi mente estaba fijada en otro sitio, yo sólo quería ser costalero, por lo que hasta que no cumplí los dieciseis años no dimos el esperado paso. Me inscribí en la Cañilla porque allí mi padre mantenía amistad con gente de la junta directiva y porque él también amaba ese barrio, pues bien, al año siguiente de aquél momento que cambió mi vida, salí por primera vez bajo las trabajaderas del Señor de la Humildad, y todo fue gracias a él. 

 Al final, con el tiempo, el alumno se convirtió en maestro y mi obsesión por este mundo me llevó a ser yo el que le enseñaba algunos aspectos del mundillo cofrade que a él se le escapaban. A partir de ahí, se volcó siempre con mi pequeña carrera como costalero, no faltó ni un año a ninguna salida y presenció algunos ensayos, incluso cuando fue aumentando mi presencia bajo los pasos. Aún recuerdo, como incluso después de estar afectado por su enfermedad y acompañado de una de esas sillas-bastón nunca falló al encuentro, ni la escasez de las fuerzas mermó un ápice su intención de acudir allí donde su hijo estaba presente bajo las trabajaderas.


Por eso todo se lo debo a él, a mi padre, al que tanto me apoyó, al que me enseñó e inculcó unos valores de los que hoy me siento orgulloso. A veces uno tiene miedo a olvidar, a que se vaya de lo más profundo de tu memoria, por eso hay que darle mucho valor a los recuerdos para que siempre esté presente cada vez que me enfunde mi costal, para que pueda seguir viéndome salir aunque ya no esté presente. Por eso y por todo esta entrada va dedicada a ti, papá.

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