miércoles, 24 de noviembre de 2010

EL PELLIZCO.

Todos los años, los momentos previos a la salida bajo el paso de cristo de mi hermandad se viven de una manera muy especial, son pequeñas sensaciones que hacen a esos momentos  únicos, y que sean inolvidables creando el ambiente idóneo para realizar la salida en las condiciones perfectas para la práctica de la costalería.

Son esos momentos los que hacen especial este oficio, los que hacen que el veneno del costalero corra por tus venas todo el año deseando oler a madera empolovada de nuevo, ese ansia por sentirte un guerrero, por ser hijo suyo de una manera especial al resto del año. Esos momentos previos en los que sientes que un pellizco azota tu estómago alterando al resto de tu organismo, dejando seca tu boca, sudorosas las manos, y un brillo lacrimoso en los ojos que delatan tu estado.

Es en esas horas previas a meterte bajo un faldón, son en las que uno ya se siente costalero, son una serie de sensaciones peculiares que denotan que va llegando el momento. La llegada al templo ya hace sobrecogerme, siempre paso por delante mirando su puerta de reojo, como si solo quisiera verla al abrirse ante todos por temor o superstición a que si la miro antes permanezca cerrada para siempre.

Nunca olvido el olor de una tarde radiante de primavera, olor del néctar de sus flores que rezuman por las calles del barrio, y aunque el sol acaricie fuertemente mi  rostro, no puedo evitar alzar la mirada hacia el cielo buscando alivio y consuelo, y así asegurarme de antemano que las nubes no harán su aparición en escena con forma de tormenta. Acercarse al bar de siempre para dar un refrigerio al tensionado cuerpo con tus hermanos costaleros antes de entrar al colegio me relaja por fin de sobremanera, poder comentar lo que podrá ser la jornada y darnos ánimos con un abrazo sincero siempre rebaja la tensión acumulada a lo largo del día. Es un orgullo poder estar rodeado de hermanos en estos momentos, gente con la que contar como aliados en la ardua batalla frente al palo.

Son tantas esas sensaciones, el sobrecogedor frío del templo cuando entras y observas que todo está ya dispuesto, la suerte está echada, y miras de frente a los ojos a aquél por el que estás allí recordando quién es el Rey que va en sentado en el trono. El pavilo empieza a consumirse a su alrededor, y ante el estremecedor silencio escucho como la primera cera de los guardabrisas se va consumiendo. Toda esa calma la rompe el patío colmado de gentío, los capirotes enhiestos en el claustro, las mantillas enfilando y los costaleros igualando. Los nervios se empiezan a apoderar otra vez del cuerpo en forma de pellizco que se aloja esta vez en el pecho, bendita sensación de Martes Santo, notar el duro y frío mármol en tus rodillas mientras trabajas el costal con las manos, engranaje perfecto.

La tarde se va pareciendo a la de un torero (salvando las distancias, por supuesto), la concentración inunda ahora la mente intentando visualizar los momentos que nos depararán en nuestro particular ruedo, intentando sentir el peso de la madera sobre el cuello erguiendo la cerviz como calentamiento y no dejas de colocarte el costal como si fuera la montera de un torero antes de pisar el albero. Te vuelves impaciente,  quieres sentir ya los rayos de sol esquivando las hendiduras del respiradero, rachear el pie por las losas del templo, y salir a la plaza para dar el paseillo y que un fraile tieso te mire de reojo, para que el coso pueda dar una sonora ovación cuando vea salir al Rey de los Cielos.


Son sensaciones de los momentos previos que se acumulan en la recámara de mi memoria cada año que pasa, casi siempre son las mismas y sin ellas nada sería lo mismo, sin ellas un Martes Santo no tendría sentido, sin esas sensaciones dejaría de ser costalero.


1 comentario:

  1. Es dificil describir lo que se siente antes de la salida. Me gusta lo de "pellizco" porque se parece mucho. Ya desde que te levantas por la mañana es un día especial. Durante todo el día y hasta que llegas a la plaza creo que uno se comporta como un pequeño cabron: concentrado, irrascible, casi te molesta que te hablen, nervioso en definitiva. Luego cuando llegas, y ves a tus hermanos, cambias. Te pones como un flan, te empiezas a emocionar, no llegas a tener miedo, pero se mezclan las ganas de todo un año por salir, con el temor a que las cosas no vayan bien. Y por supuesto miras al cielo. Aunque sea un dia de sol radiante, miras al cielo decenas de veces, por si acaso. El patio, el abrazo del compañero, la oración antes de meterte debajo, el sonido de la puerta al abrirse cuando tu ya no ves más que la espalda de tu hermano...La verdad, es dificil vivir sin esas sensaciones.

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