miércoles, 28 de noviembre de 2012

TARJETA DE SITIO

En la pasada mañana de domingo, una de esas escasas veces en las que me dispongo a limpiar esos cajones desastre que durante el año vamos llenando de pequeñas cosas que no sabemos qué hacer con ellas, ni si tendrán para nosotros alguna utilidad futura, ese tipo de cosas que no sabes donde encajarlas en tu vida, pero que tampoco quieres desprenderte fácilmente de ellas. En ese afán de colecciones inútiles que muchas veces hacemos con objetos y documentos que normalmente no sirven para nada, sino para acumular un espacio inútil en los ya apretados muebles de nuestra casa. Pues bien, limpiando uno de esos cajones desastre que yo personalmente mantengo con ahínco en mi mesita de noche, encontré un sinfín de recuerdos pasados que arreciaron en mi memoria conforme me los iba encontrando.
 
Y una de esas cosas que nunca me gusta tirar y que acumulo año tras año, son las tarjetas de sitio de costalero, que arrugadas se aferran en mi cajón como oro en paño. Imagino que la mayoría de la gente que tiene esta obsesiva afición a meterse debajo de los pasos, hace lo mismo que yo, y por eso, estarán más cerca de entenderme. Me gusta guardar todas aquellas tarjetas de sitio que me fueron otorgadas cada año y en cada cofradía con la que me dispuse a salir, las tarjetas de sitio con sus respectivas tarjetas de relevos por supuesto, quizás sean estas últimas las que observé con mayor anhelo.
 
 
 
 
Seguramente mi mujer, no apreció tanto en aquellos momentos el detenimiento con el que observé todas y cada una de las tarjetas de relevos con las que me había hecho en todos estos años de costalero. Examiné minuciosamente cada año, en cada paso, cada relevo. Y a mí empezaron a llegar recuerdos que abandonaron mi memoria hace tiempo, recuerdos que creí extinguidos. Mi mente se vio inundada de flashes antiguos que ni siquiera recordaba haber vivido, a mí vinieron cada uno de aquellos relevos de los que fui testigo, unas veces algo más borrosos que otros, pero siempre presentes.
 
Y de repente, allí sentado sobre la cama de mi dormitorio, comencé un viaje años atrás a lugares que ahora recuerdo llenos de añoranza y sentimiento. Comencé a imaginar cada uno de los sitios en los que realicé uno y otro relevo, lo mucho que disfruté de los momentos en los que me encontraba dentro. Me bombardearon las sensaciones que pasé bajo aquellos benditos palos, unas veces con la sonrisa de un niño en la cara, otras con una mueca de dolor en el rostro. Volví a ser testigo de lo grandes que fueron aquellos momentos pasados para mí, de lo que me curtieron como persona, cofrade y costalero, y de lo feliz que me hicieron.
 
Algo que me sorprendió bastante, fue ver los nombres que estaban junto a mí en cada trabajadera, nombres de personas que me acompañaron durante muchos años y que ya no están, otros que siguen junto a mí en el candelero de los pasos, alguno que casi no alcanzo a recordar, y otros efímeros que sólo hicieron acto de presencia durante un año. Tantos y tantos costaleros que pasaron junto a mi lado, con los que compartí grandes momentos, y otros con los que seguiré compartiendo si Dios quiere.
 
Y me encantó recordar todos esos momentos, me reconfortó pensar que todos estos años pasados, que ciertamente creí olvidados, sirvieron para mucho más de lo que pensaba, que fueron instantes que me hicieron feliz en la mayoría de los casos, de los que aprendí a pasos agigantados, y me sirvió para recordar  personas a las que todavía llevo en el corazón.
 
Entre tanta tarjeta de sitio y de relevos, se encontraban también los recibos de pagar la cuota anual, esos en los que pude observar la evolución que mi número de hermano iba descendiendo cada año. Ese número por el que algunos sienten orgullo de ver descendido, por el que muchos presumen al ser tan bajo, pero por el que a mí no me hace tanta ilusión ver bajar tan rápido, por la gente que ya ha perdido el suyo y nos ha dejado, y porque eso quiere decir que soy algo más viejo de lo que era en otro año.
 

 
 
Y finalmente, encontré una colección de estampitas repletas de imágenes sagradas, de esas de las que intento no deshacerme nunca, fotos de Cristos y Vírgenes que voy acumulando con el paso del tiempo, guardadas en un cajón a la espera de que me sirvan de protección de aquello que me rodea y que tanto quiero. Y es que, a pesar de no ser muy supersticioso, nunca se me ocurrió tirar a la basura un trozo de cartón con una imagen santa en su estampa, por miedo a represalias, y a que seguramente alguien me la dio en algún momento, con todo el cariño de su corazón.
 
Por eso, recomiendo ese ejercicio de memoria a todo costalero que tenga un poco de historia en esto, por los grandes momentos, por aquellos recuerdos a trabajadera y a costal, bajo palio o misterio, recuerdos con música de fondo o de puro silencio, recuerdos dulces y amargos, pero sobre todo de grandes compañeros. Precisamente por todo el recorrido que hice a lo largo de estos años, me dí cuenta que nunca tuvo mejor nombre esa tarjeta de sitio, porque supo ponerme en el mío, no sólo bajo los faldones, sino que me dí cuenta que esta vida, todos tenemos nuestra tarjeta de sitio.

3 comentarios:

  1. Así es, querido amigo. Yo guardo celosamente, en un viejo y arrugado sobre de hermandad, todas y cada una de las tarjetas de sitio que, durante estos casi veinte años, me han servido para acceder al templo y poner en la calle a mis titulares. Lo bueno es que, desde hace unos años, junto a las mías también guardo las de mi mujer...

    Un abrazo

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  2. Ya me imaginaba que no era el único que lo hacía amigo. Por cierto, he intentando varias veces escibir comentarios en algunas de tus entradas y me da siempre error o algún problema, siendo imposible hacerlo, míratelo.
    Un abrazo.

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  3. En una antigua caja de mi abuelo guardo yo todas las tarjetas de sitio que he ido acumulando en mis 32 años saliendo con mis Cofradías. Algún día espero presentarselas al Jefe, para ver si me busca un sitio junto a él.

    Un abrazo grande.

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