Hay una noche al año, en la que el silencio se apodera de todo, en la que la ciudad se tiñe de negro y la oscuridad invade los rincones de nuestra ciudad. La Alhambra majestuosa descansando en su montaña, será la única que brillará en esa noche de luna llena, haciéndole un guiño a San Pedro justo a la media noche del Jueves Santo. Será entonces, cuando ese silencio sepulcral avanzará por los rincones de una ciudad mágica, dispuesta a recibir la Misericordia de Cristo, proyectada con tres clavos sobre su cruz.

Porque el Silencio en Granada suena a la madera tallada en taracea mientras el Cristo avanza. Suena al crujir de las patas del féretro caoba en el que se asienta una vez es reposado sobre el suelo. La madera sigue viva en su interior cuando los costaleros de negro izan su cerviz lentamente hacia el cielo irrumpiendo una vez más en el silencio. Son esos sonidos internos, casi imperceptibles en el entorno de la madrugá granadina, los que nunca olvida un hermano del Silencio.

Esa noche, iluminada solamente por la luna y los cirios nazarenos de su cortejo, suena a golpe de tambor en la oscuridad acompañado por el siseo del río Darro, transportando el reflejo de Cristo muerto hata Plaza Nueva. Suena a cadenas arrastradas por el suelo, a empedrado descalzo nazareno, suena a campana y llamaor, y a una sóla voz de capataz susurrando una derecha alante, izquierda atrás. Y cuando está cerca la mañana, el silencio suena a empujar costalero en la Cuesta del Chapiz, a suspiro en las Tomasas, y a un canto angelical desde la ventana de un Convento.
Porque esa noche el silencio suena a barrio despierto, al sonido de la llegada del alba en San Nicolás. Son los sonidos del silencio, aquellos que llenan desapercibidos la madrugá del Jueves Santo, aquellos que recuerdan mis anhelos del costalero de negro.
Muy bonito, hermano. Así es... entre otras muchas cosas, la noche del Señor.
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