Hay un trozo de tela en mi casa, que me tiene fascinado. Se trata de un compañero fiel en ensayos y salidas, al cual, le tengo un enorme cariño. Lo guardo con esmero en el sitio de honor que le tengo reservado, ese que se ha ido ganando con el paso del tiempo, dejando atrás en oscuros recovecos, a otros costales que por distintas circunstancias no supieron adaptarse a mis exigencias como costalero.
Y es que encima, fue mi primer costal propio. Aquel que encargase hace unos cuantos años ya sin entender muy bien de medidas, ni morcillas, de texturas ni arpilleras. Me dejé asesorar, y unas manos mágicas supieron encontrar lo que yo andaba buscando. A pesar de la vista cansada y las durezas que en los dedos va produciendo la aguja, supo fabricar ese costal que para mí se convirtió en mis sueños bajo la trabajadera, ese compañero infatigable de frías noches de ensayo bajo la escarcha.
Y los años han ido pasando desde entonces, y otros costales me han acompañado en mi andar bajo los pasos, pero ninguno se acercó de lejos a las echuras que se consiguió en aquel pequeño trozo de tela engarzado a una arpillera de saco. Al principio de aquellos comienzos a costal, mi viejo trapo me acompañaba a todos lados bajo mi brazo, hasta que por exigencias de las cuadrillas tuve que ir cambiándolo porque su color no era acorde a lo allí utilizado. Hasta que finalmente, encontró su único sitio para el que lo tengo reservado, para el que en realidad fue encargado en mi mente sin saber en su momento si algún día lo usaría bajo los palos de la cofradía que yo quería.
Pues sí, una tela negra junto a arpillera de saco y finamente acompañada por pespuntes morados, es mi viejo costal al que reservo sólo para los Martes Santo. Aunque su color no es el que era, el negro se vuelve cada vez más pardo y la arpillera ya no raspa como en los primeros años, no puedo dejar de usarlo. Cada año miro melancólico esa vieja tela que tan buenos momentos me ha dado, y pienso que será el último para ella, que a partir del año siguiente tendré que reemplazarla por un costal nuevo, pero después del primer ensayo del año con ella, me embarga una sensación de seguridad y bienestar bajo el palo que ninguna otra ropa por muy nueva que sea, ha sabido transmitirme como ese descolorido trapo.
Juntos hemos pasado grandes momentos bajo los pasos, algunos malos, pero siempre estuvo junto a mí, dándolo todo. Es un costal que casi no tengo que ponérmelo, se hace prácticamente solo, cae en su sitio fácilmente, como si supiese él solo donde tiene que trabajar y cómo me gusta hacerlo. Se ha adaptado a la perfección en esta rara cabeza que Dios me ha dado, y juntos formamos un equipo inseparable que a pesar de los años, sigue inquebrantable. Nunca le dí la mejor de las vidas, siempre reventado por el peso y empapado en mi sudor, nunca le apliqué excepcionales lavados ni lo guardé en seda o enfundado, pero nunca se quejó en forma de descosido o agujero en la arpillera, se ha mantenido fuerte durante tantos y tantos años.
Llevo tiempo buscando la misma tela con la que se hizo aquel primerizo costal, para que las mismas manos vuelvan a obrar el milagro. Pero después de mucho rebuscar me he dado por vencido, ese tipo de tela no se usa ya por lo visto, así que me tendré que seguir conformando con esa relación de respeto y confianza que hay entre yo y mi viejo costal, al que tanto tengo que agradecerle.
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