Hay veces que me paro a pensar en las carencias de atención que a veces tengo con su imagen, a pesar de que por ello, no la quiera menos. Siempre fui un hombre de Misterio, y no sólo por lo que marca mi estatura bajo los pasos, sino desde la más remota infancia a la que me llevan mis recuerdos, sentí admiración por pasos grandes e imponentes, con multitud de figuras alrededor del Señor.Por eso, hay veces que monopolizo mi atención en pasos de ese estilo cuando me dispongo a visionar vídeos o fotos cofrades, incluso la música que suele acompañar a estos pasos, acapara mucho más mi tiempo de escucha que las marchas de palio, por ejemplo.
Con ello no quiero decir que no me fascine su imagen y belleza, un buen palio bien armao con su candelería bien encendida, con sus caídas, mantos bordaos y rostros de dolor que suponen la viva imagen de María. Pero mi fijación por otro tipo de pasos se hace de manera inconsciente, sin querer dejar a un lado a su Madre, a la que tanto admiro y quiero.
Aún recuerdo cuando tuve la suerte de ser su hijo bajo las trabajaderas, de cuando los faldones ocultaban mis emociones por tener sobre mí el peso de la Virgen. Algo de lo que más intenso quedó grabado en mis recuerdos, era el sonido que rompía el silencio sepulcral del templo con el movimiento de bambalinas al andar, justo antes de enfilar la puerta para salir a la calle. Ese sonido aún tintinea dentro de mi interior cuando navego por esos ya lejanos recuerdos. Asimismo, recuerdo el impresionante sonido que hace la mesa al caer después de una levantá al cielo, ese crujir de plata sobre nuestras cabezas que aún me hace estremecer, sencillamente inolvidable.
Aunque estar con su Madre, no sólo supone pasear a la Virgen bajo palio acompasando una buena mecía. También tuve la suerte un año de acompañar a la más bella de rostro, a esa Virgen realejeña oculta en una capilla de Sto. Domingo viviendo su propia Soledad ante la falta de su hijo. Tuve el privilegio de acompañar a esa excelente talla para que presenciara la hora de su muerte, clavado en una cruz a eso de las tres de la tarde, allí donde yacía crucificado su Hijo, en el Campo del Príncipe, en pleno pulmón del Realejo. Y es que eso fue otro cantar, caminar entre nubes de incienso al son de un clarín, con el sonido del crujir de la madera como fiel adlátere durante todo el trayecto hasta su encuentro. Qué experiencia madre mía, poder rezar arrodillado a tus pies y postrado ante su cruz de piedra, y al toque de un cornetín pedir esos favores, aquellos con los que tu siempre sueñas.
Por eso Madre nuestra, perdóname por distraerme en nimiedades ajenas a tu imagen, pero no olvides que siempre será tu Hijo el que ocupe mis despistes más cofrades, teniéndote por siempre en la retina y en cada una de mis oraciones. Porque sólo con ver tu rostro puedo sentir ese hormigueo que tantas veces recorre el cuerpo cuando uno siente amor, auténtico amor de Madre.
Aún recuerdo cuando tuve la suerte de ser su hijo bajo las trabajaderas, de cuando los faldones ocultaban mis emociones por tener sobre mí el peso de la Virgen. Algo de lo que más intenso quedó grabado en mis recuerdos, era el sonido que rompía el silencio sepulcral del templo con el movimiento de bambalinas al andar, justo antes de enfilar la puerta para salir a la calle. Ese sonido aún tintinea dentro de mi interior cuando navego por esos ya lejanos recuerdos. Asimismo, recuerdo el impresionante sonido que hace la mesa al caer después de una levantá al cielo, ese crujir de plata sobre nuestras cabezas que aún me hace estremecer, sencillamente inolvidable.
Aunque estar con su Madre, no sólo supone pasear a la Virgen bajo palio acompasando una buena mecía. También tuve la suerte un año de acompañar a la más bella de rostro, a esa Virgen realejeña oculta en una capilla de Sto. Domingo viviendo su propia Soledad ante la falta de su hijo. Tuve el privilegio de acompañar a esa excelente talla para que presenciara la hora de su muerte, clavado en una cruz a eso de las tres de la tarde, allí donde yacía crucificado su Hijo, en el Campo del Príncipe, en pleno pulmón del Realejo. Y es que eso fue otro cantar, caminar entre nubes de incienso al son de un clarín, con el sonido del crujir de la madera como fiel adlátere durante todo el trayecto hasta su encuentro. Qué experiencia madre mía, poder rezar arrodillado a tus pies y postrado ante su cruz de piedra, y al toque de un cornetín pedir esos favores, aquellos con los que tu siempre sueñas.
Por eso Madre nuestra, perdóname por distraerme en nimiedades ajenas a tu imagen, pero no olvides que siempre será tu Hijo el que ocupe mis despistes más cofrades, teniéndote por siempre en la retina y en cada una de mis oraciones. Porque sólo con ver tu rostro puedo sentir ese hormigueo que tantas veces recorre el cuerpo cuando uno siente amor, auténtico amor de Madre.
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