El Jueves Santo quizás fuese el día que más agua cayó, y el que más claro tenían las cofradías que no iban a salir, fue una lluvia casi constante la que anegó la ciudad en esta jornada. Las nubes negras como el tizón, que invadieron el paisaje granadino, no dieron lugar esta vez a error, no se podía salir en esas condiciones, y así fue, ninguna cofradía del Jueves Santo, incluida la del Silencio, saldría en otro nefasto día para la Semana Santa granadina.
Para mí, la madrugada del Jueves al Viernes Santo junto al Cristo de la Misericordia se convierte en una noche de reflexión, de rezo y meditación interna, y sobre todo de Silencio, mucho silencio. Quizás lo que más me acerque a este cortejo tan funesto y singular sea eso, el silencio, la oscuridad y el recogimiento personal que me permite esta hermandad. Quizás huya en cierto modo del espectáculo y el aplauso, de la música y las levantás al cielo, del gentío ruidoso alrededor del paso, y sobre todo, de los golpes de pecho.
Me visto de costalero para ser un hombre de negro, para ser los pies del Señor crucificado y muerto, hacer andar la taracea de su cruz dulcemente sobre el empedrado de la Carrera del Darro. Después de los ajetreos del Domingo de Ramos y el Martes Santo, esa noche quiero ser invisible, fundirme en su silencio y sumirme en un continuo rezo. Que realmente sea sólo Él y su violáceo rostro escarnecido, la esencia del rezo interior de aquellos que lo admiran.
Pero tampoco pudo ser, el féretro tallado en caoba y marfil enrojecido por la sangre de toro, no pudo llevar al Señor del Silencio por las calles de la ciudad. La lluvia una jornada más, empañó la salida de una de las mejores tallas que puedan procesionar en Granada, aquella que conmoverá tanto a fieles y devotos, como a desconocidos que casualmente se encuentren con el discurrir de su silencio.
Pero no se iría esta agria Semana Santa de 2012, sin darme una lección más en mi andar por las cofradías, y como no podía ser de otra manera, sería ese Cristo de mirada muerta el que me la diese. Pasar aquellas dos horas en San Pedro en absoluta oscuridad y silencio, con su imagen presidiendo nuestras oraciones, me enseñó a dejar de pensar siempre en costalero, a ser hermano de su voluntad, de admirar más su cuerpo cuando se haya en reposo, y dejar de pensar que a veces los costaleros nos creernos el centro de todo.
No somos más que una minúscula parte de todo lo que se crea a su alrededor, unos machacas con faja y costal que cargamos su peso por amor y afición. Pero Él está ahí siempre, grande a pesar de no ser portado por las calles, sin moverse, postrado muerto en una cruz, enseñándonos la magnitud de sus actos y dando riendo suelta a la reflexión. El ambiente que la madrugada de aquella noche se creó, me enseñó algunas cosas, pero sobre todo me hizo darme cuenta de tantas otras, del valor de todo esto, y asimilarlo desde otro punto de vista.
Aunque ahí no acabó mi particular participación en la Semana Santa, después de esa fría noche con el Cristo de la Misericordia presente, acudí con más ganas que nunca a mi cita con el capillo al Campo del Príncipe, otra labor de reflexión y humildad con mi Madre de la Soledad a los pies del Cristo que convoca más devoción de la ciudad. Así terminó mi participación en esta extraña Semana, pensando más que nunca en nuestra labor como cristianos, las insensibilidades y contradicciones del costalero, y siempre en mi memoria aquellos que ya no están entre nosotros, pero que siempre estarán presentes.
Los costaleros, querido amigo, sólo somos unos hermanos más que llevan una insignia, aunque ésta sea la razón por la que la gente acuda a ver a la hermandad en la calle.
ResponderEliminarUn abrazo