Cuando la madrugada comienza a acechar la noche sevillana invadiendo de oscuridad su cielo y sus calles mal iluminadas, cuando el rocío comienza a fabricarse para dar lustro por la mañana, hay un barrio que se sumerge en esa oscuridad literal llenando sus aceras y plazas de silente gentío en abundancia. No es hora para los niños ni para escépticos en la fe, sino para aquellos que aguardan acurrucados entre abrigos y brazos amigos la noche más esperada del año. Será en ese barrio céntrico sevillano, en el que la Plaza de San Lorenzo abarrotada de miles de almas entregadas, se amontonan buscando hueco para poder ver pasar a Dios pasear.
Dicen que quién lo ve pasar ha visto al mismísimo Dios andar, y no quiero quitarle la razón a aquellos que lo promulgan, porque aquél día que vi por primera vez a Jesús del Gran Poder en Sevilla, tuve esa misma sensación. Hace ya algunos años, emplazado en aquel marco incomparable esperé durante horas como un gato agazapado esperando su presa. Siempre escuché hablar de su portento y su carencia de paso, siempre vi imágenes de su soberbia al andar, pero jamás pude imaginar que aquellas fantasías cofrades que me fui creando en mi cabeza fuesen a ser superadas en la realidad.
La oscuridad se apodera por completo del lugar, y yo situado en un sitio privilegiado de la plaza observo cómo las miles de almas que abarrotan aquél sagrado sitio se envuelven en un silencio sepulcral, el respeto por aquel acontecimiento preside el transcurrir de la hermandad. Es fácil seguir la estela de los cirios nazarenos en tan profunda oscuridad, se crea un camino eterno de pabilos encendidos que avanzan paralelos hasta perderse en el umbral de la calle por la que avanzan sigilosamente. Y cuantos más desaparecen de nuestra vista, más les siguen procedentes de varios lugares de la Plaza, impresionante presenciar tan extensísimo cortejo, los centenares de capirotes envueltos en raso negro se convierten en miles ante nuestros ojos.
Pero al fondo, en la Basílica, ya se ven aparecer los ciriales del Señor, llega el momento esperado. Después de una más que breve maniobra de salida, por fin puedo presenciar su andar, puedo ver flotar sobre las cabezas de la gente a Jesús cargando con su cruz, puedo observar anonadado cómo es su caminar. Veo que avanza con elegancia y decisión, envidio esa manera de andar, qué es lo que se cuece bajo sus faldones y la dulzura con la que depositan a Jesús del Gran Poder sobre las andas.
Un rezo silencioso inunda la plaza, y la túnica que lo envuelve comienza nuevamente a acariciar su cuerpo sigilosamente. No hay palabras al verlo avanzar, una lluvia de flashes deslumbra su imagen, tus oraciones más profundas se entregan a Él sin dilación, a su rostro casi imperceptible en la oscuridad, al travesaño de su cruz o al dorado de su canasto. Da igual desde dónde lo veas, su rachear decidido es lo único que se oirá a su paso, y la imagen del mismísimo Dios andando se grabará en la retina y en el corazón para siempre. El quegío de una voz ronca en forma de saeta rompe el silencio que presidía el momento, un par de revirás izquierda alante derecha atrás y enfilan el paso en el empedrado de la calle para perderse otra vez en el silencio.
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