La jornada del Jueves Santo supuso el punto de inflexión entre una Semana Santa radiante y pletórica, como aconteció hasta el Miércoles Santo, y otra muy distinta en el que las tormentas plagadas de agua y las lágrimas bajo los templos coparon la actualidad cofrade de lo que sería la tónica a seguir hasta acabar la Semana el mismísimo Domingo de Resurrección. La verdad es, que la tarde del Jueves Santo comenzó algo arriesgada y torera, ya que a pesar de las previsiones de lluvia que pronosticaban los servicios meteorológicos, las hermandades de esa tarde se lanzaron a la calle en cuanto un claro de nubes y algún rayo de sol acariciaba las puertas de sus iglesias. Fue entonces cuando el Albaycín, sediento de ambiente cofrade, se lanzó a la calle acompañado por la tempranera hermandad de los Salesianos en el Zaidín. Como era de suponer, el agua hizo presencia de manera abundante en las calles de nuestros barrios, haciendo que las hermandades albaycineras forzaran su regreso volviendo tras los pasos recorridos desde su salida. Los Salesianos no tuvieron tanta suerte y se vieron obligados a buscar refugio en un parapetado Palacio de los Congresos, hasta que buscaron un momento propicio para volver de regreso con sus pasos.
Pero la noche del Jueves Santo se fue aclarando poco a poco, las nubes rojizas iban despareciendo del cielo, conforme se iba acercando la medianoche no quedaba más humedad en el ambiente que la que nos proporciona el paso del Darro acariciando los cimientos de San Pedro y San Pablo. La incertidumbre se dejaba ver en el ambiente, pasamos de una desilusión desmedida durante el día por el contratiempo del agua a empezar a creernos que aquellas nubes se alejarían lo suficiente para que el Señor de la Misericordia nos bendijese con su rostro un año más por las calles oscuras y silenciosas de su ciudad.
Uno de los mejores momentos de cada Semana Santa, es avanzar por la Carrera del Darro vestido de costalero de negro, haciendo uso de tus pensamientos más intensos a la vera de un río o un puente viejo, la cabeza gacha con la mirada fija en cada adoquín irregular del camino vas llegando al lugar de encuentro, y sientes orgullo de cómo los hermanos del Silencio se acercan a su Templo de manera respetuosa y callada a su destino. Los nazarenos de esparto y negro intenso van apareciendo en el camino, miras hacia arriba una vez más y te cercioras de que sigue mejorando el tiempo, que la luna llena acaricia con su reflejo a una Alhambra despierta todavía, para acompañar al Señor del Silencio en su transitar hacia el centro del Reino.
El respeto y el silencio siempre acompañan a esta hermandad, impresionante cuando uno abandona la ruidosa sacristía y se adentra en la oscuridad del interior de San Pedro. Sólo unos hachones inmensos iluminan su rostro sin vida dentro de aquél templo. Ha llegado la hora, el reloj de la Iglesia nos anuncia que aquellos que creemos en Él vamos a su encuentro, la medianoche se adentra por las puertas recién abiertas del templo. Es difícil describir con palabras lo que llegamos a vivir en aquellos momentos, a pesar de la numerosa gente que componen el cortejo, sientes que sólo estáis tú y él allí dentro, que entiende y escucha tus plegarias. Observo ensimismado su rostro sereno, su cruz de taracea, sus pies amoratados, su escuálido pecho ensangrentado, y recuerdo las razones por las que estoy allí.
Un rechinar de cadenas sobre los azulejos me despiertan de mi pensamiento absorto en Él, ya está postrado junto al dintel, y comienza a reclinar su torso para dar comienzo a su salida, y encontrarse una vez más con su pueblo, ese que espera expectante y agazapado en unas calles reinantes de oscuridad y melancolía. El tambor anunciante avanza ya por su Carrera, y el costalero de negro impregnado de su silencio comienza su particular rezo bajo los pies del Señor del Silencio.
La madrugada avanza en su discurrir habitual, el cortejo impresionante llena las calles de negro, la calzada se impregna de cera a su paso, y el rachear del féretro paso avanza dispuesto hacia la Catedral. Y será muy cerca de allí, donde las nubes se conjuraron para anunciarnos en forma de gotas de agua, que será su voluntad la que impida que prosigamos esa madrugada de Silencio, que será en los muros catedralicios en los que descansará por esta noche, que por hoy no hay más. El rachear costalero se intensifica entonces desde ese momento, haciendo de una valiente chicotá, la llegada del Señor del Silencio buscando refugio en la Catedral. Y allí permanecerá lo que queda de noche, abandonando el templo con un nudo interno me encuentro, pero sabiendo que tal y como está el tiempo será lo mejor, que no quedará en mala compañía, pues el Santísimo velará por su imagen hasta que sus hijos podamos volver a su encuentro.
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