El Martes Santo, lejos de ser un día cualquiera en mi calendario, suele empezar como casi siempre, con un regomello estridente en el estómago que hace que amanezca a una hora bien temprana para lo poco que tengo que hacer en esa mañana. Me gusta quedarme en la cama un rato imaginando qué me deparará la jornada, qué destino me llevará una vez más bajo las andas de Aquél, que a pesar de ser el más pequeño en estatura de todas las imágenes que recorren los rincones de Santo Domingo, es el más grande en mi corazón. Desde esa primera hora de la mañana, mi mente se centra en ese dulce rostro de barbilla afilada que soporta el peso de una Corona y una Caña por todos nosotros. Intento imaginar cómo sonarán los acordes de la banda, el ambiente bajo el paso, el bullicio del patio del colegio mayor, nazarenos revoloteando, mantillas discutiendo su orden de colocación, costales en el suelo, la bulla de regreso y cómo caerán los kilos de la Humildad sobre nuestras almas y corazones.
Una vez dentro, el segundo pellizco y suspiro para mis adentros. Todo está dispuesto, el paso tras la verja espera a que seamos sólo algunos afortunados costaleros los que tengamos a bien portar sobre nuestra cerviz el derroche de Humildad por las calles del barrio y de la ciudad. El comienzo siempre se vuelve titubeante, pero tras los primeros minutos bajo sus pies, el regocijo de estar un año más allí con Él envuelve todo mi ser, me gusta pellizcar a los míos, los que tengo más cercano una vez el Cristo cruzó el dintel de la puerta para llevarnos a la Gloria.
El recorrido como siempre se vuelve cada vez más corto, a pesar de recorrer las mismas distancias cada año, entre el disfrute de estar debajo y los relevos, la noche envuelve el Martes Santo y ese Cristo sentado encara ya la calle Jesús y María para gloria de algunos pocos que tuvimos la suerte de empezar el final allí, en la calle en la que los costaleros rozamos el cielo en cada peldaño. Cerca del mosaico unas manos de amor prolongadas por pabilo y caña dejan las tulipas alumbrando su rostro cansado, es el momento, se inicia la chicotá que esa misma mañana soñé entre las sábanas.
Hay que reconocer el trabajo y dedicación en aquellos trece minutos de gloria, el Señor fue como debía, la gente disfrutó como nunca, y en mi corazón un regocijo que no me cabía en el pecho. El cansancio se detuvo horas atrás, desde que el Señor pisó la plaza para salir, ahora todo terminó con júbilo y nostalgia a la vez. Atrás quedó en su capilla, tras la reja que siempre nos separa, esperando un año más a que lo lleven bajo sus pies los llamados COSTALEROS DE HUMILDAD.
No me puedo olvidar de su imagen también, que siempre nos acompaña cada Martes Santo, la Soledad hace que todo esto llegue a buen puerto, y a ella van dedicadas muchas oraciones de ese día. Y dedicado para aquellos que me acompañan en esta singladura desde hace tantos años, mis hermanos, para aquellos que aunque llevan menos tiempo lo sienten igual, y para esos costaleros que se incorporaron este año con la misma ilusión que un veterano. A todos vosotros COSTALEROS, gracias por todo.
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