El cansancio acumulado de la semana nos lleva casi por inercia al Domingo de Resurrección. Ese día santo en el que un cúmulo de emociones encontradas recorren nuestro cuerpo. Ha de ser un día de emoción y alegría, pero irremediablemente ese pensamiento se enfrenta con la sensación de que todo llega a su fín, de que el año se termina allí mismo, y un vacío frío como el hielo se apodera del instinto cofrade sin quererlo. De todas maneras, no todo está consumido, y con un último acopio de fuerzas, me dispongo a volver al centro, esta vez bajo el radiante sol de la mañana que ese día si acompañaba.
Y con una extraña sensación de cansancio y lejanía, de frustración y melancolía, de sentir cómo la Semana se fue disipando entre nubes y aguaceros, de ver devociones a ras del dintel de una puerta, tambores mojados y lágrimas expertas que nunca se acostumbrarán a eso de volver con el capillo puesto sin haber acompañado a las imágenes con sus rezos. Después de tanto suspenso, el Domingo de Resurrección llega como un bálsamo de aire fresco con el azul de su cielo y las caricias del sol llegando a su encuentro.
Y como no podía ser de otra manera, busco a mi hermandad entre las calles del centro, para ir a su encuentro, para poder disfrutar de su belleza e inocencia y obtener con su presencia la ración de Humildad que quizás me falta en esta semana. Con el jolgorio a chiquillería y sones de campanas aporreadas en barro, encuentro fácilmente lo que busco, y una marea de cabezas pequeñas inunda el callejón en el que lo veo.
Y ahí está Él, sonriente como siempre, inocente como nunca, impartiendo la lección de la vida que todos deberíamos aprender nada más verlo. Rodeado de niños, portado por almas puras, por ilusiones infantiles que buscan con ahínco lo que de mayores encontrarán en este mundo pero mucho más corrupto que en esos momentos. La pureza del momento siempre me reconforta, bajo esas trabajaderas no hay protagonismos ni envidias, lucimientos ni rencores, no existen las malas lenguas ni las habladurías. Es el cofrade en estado puro, sin moldear, entregándose con ilusión a la única Verdad de todo esto, su fe en lo que portan sobre un hombro, no hay más.
Me dejo inundar por la chiquillería y su excitación, y me vuelvo a sentir como un niño por momentos, como si cogido de la mano de ese hombre aún sin enfermar que tanto me enseñó de esto estuviese en ese instante, y vuelvo a tener 10, 12 ó 15 años, da igual. Y pienso, cuanta magía perdemos los adultos cuando nos separamos de este camino. Con el paso del bombo frente a mi oído, despierto de mi breve ensoñación infantil y me decido acompañar con la gente de mi cofradía al Dulce Nombre de Jesús hasta la Catedral.
De repente, cuando la nave del templo catedralicio ya se disipa ante nuestra vista, en pleno Marqués de Gerona, nos sorprende una incesante lluvia de pétalos rojos pasión que llena de emoción el momento. Los niños que portan la imagen se vienen arriba y deciden regodearse en el momento con unos pasitos atrás, y un sobre los pies, hasta que quedan totalmente cubiertos de pétalos. La gente suspira por lo bello del momento, y mi cámara consigue recoger esa instantánea tan especial llena de colorido, en la que los balcones de aquel callejón, regaron de aroma y color la llegada del Señor hecho niño a la grandeza de aquél templo.
Así surgió la foto que ustedes con sus votos han eligido como cartel del Blog la luz del guardabrisas en esta Cuaresma 2013 que poco a poco se va consumiendo. Una foto llena de color e inocencia, de un momento único en nuestra Semana Santa, como es esa salida del Dulce Nombre por las calles de Granada. Gracias a todos por participar en las votaciones, y espero que pasen todos una feliz Semana Santa.
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